viernes, 24 de octubre de 2008

Tiempos difíciles para el periodismo



Para un periodista colombiano decir que estamos en tiempos difíciles no es ninguna novedad.

Desde hace casi cuatro décadas los medios de comunicación han tenido que cubrir varios frentes de la guerra. Tanto la que tiene que ver con la insurgencia, como la del narcotráfico que ha sido prolífico en noticias. Desde hace muchos años ese gran tema de la violencia inundó las primeras páginas y los titulares. A veces con amarillismo, a veces con mayor mesura. Casi siempre sin contexto. Y desde hace muchos años los periodistas hemos venido reuniéndonos en talleres, en seminarios como éste para debatir no sólo nuestros riesgos como prensa, sino los riesgos que corre la sociedad si no la informamos bien.

A pesar de que siempre hemos vivido en tiempos difíciles, yo creo que este proceso que vivimos, de destape de la para-política y de intento de acabar con el paramilitarismo, es quizá más crucial que anteriores escándalos. Más crucial por ejemplo que el proceso 8.000 –que al fin y al cabo sólo afectaba al poder– o a la ola de narcoterrorismo que conocimos a finales de los 80 y principios de los 90 donde la victimización fue tan indiscriminada, que para la prensa no era difícil señalar a los malos. Aunque estos hubiesen terminado convertido en íconos, como pasó con Pablo Escobar. Digo que este proceso es particularmente crucial por varias razones.

La primera, de todas es que mal o bien se está conociendo una parte de la verdad sobre 40 años de paramilitarismo y narcoguerrilla. Y esa verdad tiene que servir para algo. Esa verdad nos cambia a cada uno de nosotros, y también debería cambiar a la sociedad en su conjunto. Pero también es crucial por otras razones. Porque la prensa está jugando un papel protagónico. Porque se están orquestando campañas de desinformación como nunca.

Porque todas las versiones que hay sobre los hechos, tendrán que decantarse para lograr unos consensos mínimos sobre la verdad histórica, sobre cómo recordarán las futuras generaciones este oscuro período. Y porque ante esta situación tan compleja la opinión pública está literalmente postrada.

Hace algún tiempo la revista Semana hizo una encuesta para saber qué piensa la gente actualmente sobre narcoguerrilla, paramilitarismo, farcpolítica y parapolítica.

Para mí como periodista, pero también como colombiano, los resultados me parecieron desalentadores y merecedores de mucha reflexión. Aunque un 55% de la gente dice que no se justifica, un 25% de la gente justifica al paramilitarismo y un 20% dice no estar seguro. Más de la mitad justifica que políticos, militares y ganaderos hayan actuado de la mano con los paramilitares. Y esa justificación no tiene que ver con desinformación o con falta de conocimiento de los hechos. El 80% dice conocer de las masacres, las fosas comunes, y los cadáveres flotando en los ríos y aún así, justifican el fenómeno paramilitar. Vale la pena aclarar que la encuesta se hizo también en ciudades de la Costa afectadas por la para-política. En la semana que se hizo la encuesta El Tiempo publicó un completo informe sobre la magnitud de las fosas comunes en Colombia. Entonces se incluyó una pregunta sobre cómo este informe modificaba la imagen que la gente tiene de los paramilitares. Un 9% dice que su imagen mejoró y a un 38% no lo afectó en nada y un consolador 42% dijo que su imagen sobre los paramilitares empeoraba. Menos de la mitad de la gente.

Me he preguntado mucho por qué. Se podría decir que no está en nuestras manos generar esa conciencia. Que no depende de nosotros. Que nuestra tarea es informar y listo. Si algunos miembros de la prensa se tranquilizan con esas respuestas, allá ellos. Pero para mí está claro que la prensa, y sobre todo los medios electrónicos, influimos poderosamente en los valores de una sociedad. Y si mitad de la sociedad colombiana, mitad de los ciudadano de a pie piensan que el paramilitarismo fue un mal necesario, entonces tenemos que preguntarnos muy a fondo en qué estamos fallando como generadores de opinión. No me extiendo mucho en el reconocimiento al valioso papel que los medios han cumplido en esta coyuntura, pues creo que es evidente que ha sido valiosa su labor de denuncia ha servido de motor para que tanto la justicia como otras instituciones impulsen procesos e iniciativas para que lo que está ocurriendo se perciba como lo que realmente es: una crisis política muy honda. He encontrado por lo menos tres aspectos que, a mi juicio personal, contribuyen a cierta inmovilidad de la opinión pública: la banalidad de la información, las concesiones que le hemos hecho a la propaganda, y la propia ambigüedad de los medios.

Entiendo, como muchos, que las sociedades que atraviesan experiencias traumáticas buscan el escapismo, y que entonces se impone la banalidad. Que la gente cierra los ojos y los oídos a toda esta tragedia. Pero ese no es el caso colombiano. La gente adora los titulares que hablan de la guerra. Los sigue con fruición. Asiste al noticiero como a un espectáculo, como si se tratara de un juego de fútbol o una corrida de toros. La noticia se convierte en una experiencia emocional. Pasajera y trivial. No estoy hablando del entretenimiento que cada vez copa más la agenda de los medios. Hablo de la información, de las noticias como espectáculo banal. Sobre ese temor que durante muchos años tuvimos de que la sangre y los muertos terminaran por servir de anestesia para la sociedad. Los temores parecen haberse hecho realidad. ¿Cómo hacemos los periodistas en medio de nuestras precariedades para cambiar esta tendencia? Tendencia que además no es exclusiva de Colombia.

En su libro "El honor del guerrero" Michael Ignatieff dice, criticando el papel de la televisión en el cubrimiento de las guerras étnicas y las hambrunas, que ésta se dedica a producir asco y culpa. Culpa sobre todo a la televisión porque es a quién el gran público cree. “El asco, es un pobre sustituto del pensamiento” dice Ignatieff, que le reclama a los medios por su incapacidad para conectar los sufrimientos de las víctimas con contextos explicativos.

Conectar la tragedia personal de esa mujer que busca en el Putumayo a sus cuatro hijas desaparecidas y enterradas en quién sabe qué fosa, con los factores de poder que estuvieron presentes auspiciando y beneficiándose de la masiva victimización de la población civil. Conectar la tragedia de las víctimas con los factores de poder: los políticos que cosecharon votos regados con sangre, los militares que obtuvieron ascensos y medallas, y financiación internacional sobre las tumbas de civiles, los empresarios que indiferentes y cómplices siguieron acumulando capital a pesar de sus métodos criminales.

Un mito, por ejemplo, ese que dice que el paramilitarismo creció porque no había Estado. ¡Claro que había Estado! Lo que pasa es que los representantes del Estado estaban haciendo pactos con las mafias para refundar la patria. Allá estaban sentados gobernadores, diputados, congresistas. Por fuera había fiscales, militares y policías de altísimo rango al servicio de ese proyecto. Otro de los mitos que se han inventado es que “tocó unirse a los paras”. Filosofía que se trasluce en las declaraciones del alto gobierno y del propio presidente quien siempre que se refiere al paramilitarismo antecede la frase diciendo: por la violencia de las guerrillas y la debilidad de los gobiernos anteriores. Algo que como muy bien dijo Antanas Mockus en una de sus columnas en el periódico El Tiempo es una posición de un relativismo moral increíble y que termina por justificar los crímenes. Entre otras cosas, porque hay decenas y centenas de personas que consideraron indigno aliarse con los paramilitares en cualquier circunstancia. Muchos están muertos. Otros asilados. Y otros, están a la espera de que este proceso realmente cambie a sus regiones para poder volver.

Otro mito, es ese de que en virtud de las instituciones, la verdad toca contarla a medias. Durante mucho tiempo aquí nos hemos sentido orgullosos de la fortaleza de las instituciones. Yo misma lo escribía a cada momento sobre la estabilidad de la democracia colombiana. Obviamente ese sigue siendo un gran valor a nuestro favor. O por lo menos lo ha sido hasta ahora. Pero el hecho de que muchas instituciones se mantengan incólumes, intocadas y hasta monolíticas, no necesariamente es un buen síntoma.

A veces refleja más bien una democracia disfuncional. Porque durante años se tuvo a una fiscalía aliada de los paramilitares, sin que nadie hiciera nada.

Porque el discurso de los casos aislados se impuso y se dejó que las fuerzas oscuras se enquistaran en muchos organismos de seguridad. Y no estamos hablando del pasado. Ha corrido tinta en las últimas semanas sobre lo que pasa en el INCODER, sobre los robos a la salud, en muchos de sus frentes, sobre las corporaciones autónomas. ¿Qué de eso ha cambiado? Nada. Ni siquiera ha cambiado nada en la cárcel de Itagüí, porque gracias a un inteligente manejo de la propaganda, las denuncias sobre los delitos que desde allí se estarían cometiendo, quedaron borradas de los medios por una cacería de brujas para dar con quienes osaron a entregar eso a los medios de comunicación. El gobierno llegó a poner a Semana en la picota pública haciendo creer que los periodistas de la revista habían revelado la fuente. Cosa que se cae de su peso pues si la revista lo hubiese hecho ya habrían mostrado al responsable y no hubieran tenido que acudir a la mayor purga de generales de los últimos años.

Pero volviendo al tema de las instituciones, claro que son importantes. Pero si le sirven a la gente. No a los criminales. ¿Cómo se explica por ejemplo que los cerca de 3.000 muertos que hay aún en fosas en Putumayo hayan sido desaparecidos entre 2000 y 2002, justo en la zona donde empezaba a implementarse con bombos y platillos el Plan Colombia? ¿Acaso no se militarizó toda la región para garantizar la seguridad? ¿O de qué se seguridad se trataba? ¿Seguridad para quién y para qué? Pero para eso se creó otro lugar común. El de las manzanas podridas. De que cada caso, es un caso aislado. A veces me pregunto que hubiese pasado si después de la Segunda Guerra Mundial los aliados hubiesen optado por fusilar a un grupo representativos de nazis, sin que mediara un juicio. Posiblemente los campos de concentración habrían pasado a la historia como casos aislados cometidos por unos cuantos funcionarios del Tercer Reich. Vinieron a ser los juicios de Nuremberg los que pusieron en evidencia que detrás de todo el holocausto existió una política de Estado llamada eufemísticamente la solución final. En Colombia creo que nadie quiere hacerse la pregunta de si estos muertos que estamos desenterrando hicieron parte de una política.

No de un decreto, una ley, y quizá no de un plan preconcebido por unas cuantas personas. Pero sí una política en cuanto al uso y la costumbre. La versión libre de Salvatore Mancuso tendría que dar mucho para pensar. Especialmente aquella frase de que: “Yo soy la prueba viviente de que el paramilitarismo fue una política de Estado”. Para mí esa es una declaración muy grave. Porque en Colombia estamos en un proceso de justicia transicional, sin transición.

A diferencia de los países donde los pactos de paz llevan a cambios profundos de su régimen político (como en Sudáfrica o Irlanda) en Colombia este proceso puede terminar legitimando el statu quo de los paramilitares. Legitimando su poder, sus alianzas y su riqueza.

Si eso es así ¿Para qué servirá la verdad? ¿Para satisfacer la sed de escándalo del público? ¿Para tapar con escándalos del pasado, como una cortina de humo, los actuales procesos de recomposición de los factores de poder económico y político? La prensa está cumpliendo su papel con honestidad y transparencia, en medio de enormes dificultades. En muchas esferas del gobierno cada vez molestan más los artículos críticos, las preguntas directas, el conectar hechos, la revisión del pasado. Pero a pesar de la furia que desatamos en los gobernantes no tenemos más opción. Nuestro papel es ese.

La prensa ha sido crucial en momentos de transición (como en España por ejemplo), cuando toma conciencia de su papel. Creo que hacia adelante la labor es mucho más interpretativa, menos fragmentaria, más de darle voz a los que en esta guerra perdieron la voz, la visibilidad, los que lo perdieron todo.

Si no actuamos como intelectuales corremos el riesgo de cavar nuestra propia sepultura como periodistas y como medios. Pues tendremos cada vez más gente que como en la encuesta de Semana, no se duele ni por los muertos, ni por la guerra, que a pesar de nuestro esfuerzo, no ha entendido nada.

Creo que desde un plano meramente intelectual la prensa y los periodistas tenemos que tomar partido. Porque en esta coyuntura se está jugando el futuro de muchas décadas. Colombia se está debatiendo en esta coyuntura entre las mafias, rentistas y violentas, señoriales y elitistas, y las fuerzas modernizantes que pretenden un país con reglas del juego limpias para todos. No está claro quién va ganando el pulso.

Por eso digo que los periodistas tenemos que tomar partido claramente por la democracia. No por la democracia cosmética, que sólo se fija en los mecanismos electorales, ni la democracia de la avaricia y exclusión a la que se acostumbraron las elites de este país. Sino por la democracia profunda que permita el equilibrio de los poderes, el respeto a la justicia, que permita la equidad y que construya una movilidad social basada en la igualdad de oportunidades, y no en las armas y la cocaína.

Tenemos que apostarle sin miedo a esa democracia, hoy en riesgo. Porque ese es el único camino que tenemos para sobrevivir como sociedad. Es el único camino para que no se repita el horror que hemos vivido. Para construir una opinión pública deliberante, que sepa distinguir por lo menos, el bien del mal. Que sepa increpar a sus gobernantes y castigar a quienes han abusado de su poder. Así podemos sobrevivir incluso nosotros, como periodistas, con lectores más agudos, más activos, menos banales. Porque tengo que confesar que la encuesta de Semana, además de rabia, de desaliento, de tristeza, lo que más me produjo es miedo. Miedo sobre el futuro de este país.

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